9 ago 2013

“No es una crónica, sino una pequeña fábula” (Por Aldo Ortiz Pardo, Primera Parte)

(Escrito el 11 de Abril de 2011) Hace mucho tiempo, en un lugar perdido entre el cielo, el sol y el mar, existía una tierna  gaviotita que vivia en las orillas del mar siempre templado, cuyo rostro y alas eran más blancos que la bella espuma del agua que a todos invita. Y todos los días, a la misma hora, la gente y otros animales se daban cita para oir la hermosa canción que entonaba la delicada gaviota, con su susurrante y trémula voz. Esta era una canción de amor, pero también de melancolía y llenas de nostalgias. Llagas que cubren nuestras almas, cuyo único desahogo es cuando lloramos. Si. Esta hermosa ave, tenía como catársis, cuando nadie la veía – cuando nadie se percataba de su presencia – el humedecer sus delicados y ya tristes ojos por glorias pasadas y vuelos ya idos.

¿Dije vuelos?. Si, dije vuelos, la gaviota blanca, cuya tersura era sólo comparable a la suavidad de su voz no podía volar. Ese era su problema. Su ala derecha tenía una lesión – una rotura para ser más preciso – que con el transcurso de los tiempos fue tomando el color delicado de una rosa en medio de un ala perfectamente blanca. Por eso, la  – eternamente fiel a los demás – gaviota, vivía cantando aquella dulce, pero melancólica canción de amor.

Las gaviotas niñas que sobrevolaban el litoral – lleno de gente y de seres extraños – se maravillaban de cómo una de ellas, en la flor de su juventud y belleza, permanecía cantando y recorriendo con sus delicadas patas el pentagrama de la más hermosa melodía que haya oído ser humano. Pero no podía volar.

Una vez, un viejo pescador le conversó a las aves del lugar, “siento que mis días terminan aquí” – dijo – “pero yo en toda mi juventud luché por creer alcanzar al sol, consiguiendo una numerosa familia y un estable trabajo. Pero mi espíritu de aventuras no estaba como para quedarse en ese sitio tan cómodo y hogareño” – las gaviotas inclinaban la cabeza en señal de no entender, en tanto que nuestra gaviota permanecía con los ojos vidriosos oyendo cada palabra del viejo pescador. “Finalmente, me hice a las velas, porque quería encontrar el sol por mí mismo. Y navegué por horas, por días y por semanas” – la voz del pescador se entrecortaba de la emoción – “hasta que en la lucha contra las olas, mi barco se fue desintegrando, mis hombres cayeron al mar y… yo fui el único sobreviviente”.

“Pretendan hacerse cómodamente de las grandes cosas de la vida y luchen por lo que creen y por lo que verdaderamente importa, pero ante todo, ustedes, bellas entre las bellas. Sirenas entre las sirenas, deberán transformar a lo menos una vida…” – levantando su botella de whisky y enfargándose un largo trago – “… encontrando con ello su sol sin pretender siquiera ser el despojo humano que yo soy …”, dicho esto dio un empellón y cantando una vieja canción marinera, desapareció entre las gentes.

Las otras gaviotas, saciada su curiosidad ante el espectáculo visto y oido, desaparecieron raudamente del lugar. Quedóse sola nuestra gaviota, pensativa, anhelante. “El pescador no es como nosotras”, se repetía al punto que enjugaba sus lágrimas, “el humano no nos comprende, yo solamente puedo entender a otra de nosotras. Solamente puedo transformar la vida de otra de nosotras”… Se vio envuelta en pensamientos confusos, olvidando por el momento su triste canción, sacudida por la evidente verdad del pescador y su triste final : si no hacemos algo para encontrar nuestra propia meta o ayudamos al que está cerca, triste y destruído estarás.

“¿Qué quiere conmigo el destino, qué quiere de mí la vida?” – se preguntaba con un susurro casi desfalleciente la gaviota, mirando hacia el imponente cielo sin poder reprimir ya sus más que evidentes lágrimas por sus hermosos y delicados ojos.



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